martes, 12 de diciembre de 2006

“Se muere la perra, se acaba la leva”: Palabra de comandante en jefe.

Por Roberto Castillo Sandoval.

Publicado en El Mostrador

Poco después de las dos de la tarde del 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet supo que Salvador Allende estaba muerto en La Moneda. Sus cómplices le dieron la noticia en inglés, para evadir “interferencias”: Allende committed suicide!, exclamó un almirante, con su acento cantinfleado. Pinochet entonces respondió con un sofisticado análisis de lo que había que hacer: “¡Que lo metan en un cajón, viejo, lo suben a un avión, junto con la familia, y lo entierran en otra parte, en Cuba, si no, vamos a tener una media pelota p’al entierro!”. El estratega concluye su análisis político con lo que se avecina después de la muerte de Allende: “¡Se muere la perra, se acaba la leva, viejo!”

Ésta no es una frase aislada, sino la piedra angular de la estrategia de vida de Pinochet, en la que siempre hubo un lugar primordial para el cálculo –y en esto reside su tétrica genialidad— acerca de la muerte de otros. Pero en sus cálculos no solamente tenía lugar para la muerte, sino para lo que pasa después de la muerte; es decir, para lo que pasa con los cuerpos que quedan. La muerte de Allende y el cadáver de Allende lo preocuparon lo suficiente como para ordenar que se le diera al presidente un entierro secreto en una tumba anónima, lejos de Santiago, para que no se convirtiera en un lugar de peregrinación y de homenaje.


Las tumbas mudas se convirtieron en la especialidad de su régimen, su marca registrada, su sello. Convirtió a Chile entero en una tumba: tumbas las montañas, tumbas los ríos, tumbas los mares de Chile y sus desiertos. Tumbas “económicas” en las que cabía más de un muerto acumulado, tumbas vaciadas y vueltas a llenar, fosas calcáreas que devuelven cadáveres momificados en el instante de la muerte, fosas marinas claveteadas de rieles y de huesos, muy debajo el oleaje al que a veces se escapó un cuerpo y navegó hacia la playa para entregar su testimonio.


El sentido de la muerte y de las tumbas que siempre tuvo Pinochet lo hizo atravesar oceános para llegar vestido de drácula al funeral de Franco. “Viva la muerte” habrá dicho al contemplar el Valle de los Caídos, el fascismo vuelto paisaje donde los derrotados de la Guerra Civil, en décadas de trabajos forzados, tallaron en piedra el mausoleo del Generalísimo victorioso, mientras ansiaban su muerte con cada golpe del cincel sobre la luminosa piedra castellana.

Pinochet se inspiró en ese viaje fúnebre para organizar asesinatos, tratando de llenar tumbas pendientes con los cuerpos de sus opositores. La leva era más numerosa de lo que él había calculado el día que murió Allende, y había que extenderse fuera de la larga y angosta tumba, había que matar y dejar cuerpos desperdigados y despedazados por las calles de Roma, de Washington, de Buenos Aires, y seguir dejando cuerpos quemados y mutilados por las calles de Santiago, con tumba o sin ella.


Mujer muerta en las protestas, foto de Marcelo Montecinos


La prueba de su experiencia en asuntos mortuorios es que cuando se dio cuenta de que para él no habría Valle de los Caídos, pidió que lo incineraran. Las cenizas son como los ejércitos modernos: móviles y livianas. Apoyadas de una buena inteligencia, pueden camuflarse en los lugares más inesperados, evitando capturas o desbandes. Las cenizas, si es necesario, pueden repartirse y fertilizar extensos terrenos o bien abonar humildes maceteros. O pueden simplemente meterse en un jarrón al que se le pasa un pañito un par de veces al año para sacarlo a desfilar para las efemérides correspondientes. Pinochet, por haberlo hecho tantas veces, sabía que no es difícil encontrar y profanar una tumba fija y violar el cadáver que allí se alberga. Y él estaba consciente (porque murió lúcido, por suerte) de que la leva que tanto odiaba todavía anda suelta, husmeando, buscando por la noche, como los perros de noche en las novelas de José Donoso, deseando, anhelando lo que nunca nadie puede matar de verdad.

Como esas palabras lo reflejan de cuerpo entero, las repito en cuerpo presente del finado Pinochet, para ver si a lo mejor entremedio de ellas se revela el futuro de Chile a partir de este momento: “se muere la perra, se acaba la leva”.

Cambio y fuera, general. Over and out.

1 comentario:

Ernesto Guajardo dijo...

Es un deseo natural, pero dista mucho de lo real: la leva no solo es simbólica, también institucional jurídica y económica. Y toda ella, más la hija de la leva: la impunidad, genera un estado de ánimo que se apreciaba en Valparaíso en quienes insultaban por lo bajo a los manifestantes, y es nítido en declaraciones y actitudes, aquí, al decir de Umberto Eco se ha construido el proto fascismo.