domingo, 26 de noviembre de 2006
Altazzociedad / Ignacianos
¡Que el diablo nos pille confesados!
Cerca de la medianoche, las servilletas de género prolongan el recreo y vuelan por los aires de mesa en mesa como inofensivos misiles cargados con la nostalgia de todos esos chicos ya grandes que recuerdan, con algo de razón, aquella época ignaciana sin lucas ni poder.
Por Miguel Paz / La Nación Domingo (26 de noviembre de 2006)
“¡Hola, poh, hueón; oh, no nos veíamos desde el colegio!”, es una de las frases recurrentes en la cena más “pelusona” y mediáticamente producida a la que nos ha tocado asistir en lo que va de año. A las 21:30 del jueves por la noche, tres mil ex alumnos ignacianos llenan de bote a bote la Estación Mapocho para conmemorar los 150 años del Colegio San Ignacio de Alonso Ovalle y las cinco décadas de vida del San Ignacio de El Bosque, dos instituciones de donde ha egresado buena parte de lo mejor y peor de la elite que influye en todos los sectores del alma nacional.
Minutos antes, el ingreso a la estación es idéntico a un despelote colegial. Adentro sucede algo similar. Ahí está el director de “El Mercurio”, Cristián Zegers, riendo como cabro chico con sus compañeros de generación. Más allá, Jorge Burgos, Jaime Estévez y Víctor Barrueto se reparten en sus respectivas mesas y conversan animadamente. Muchos de los ex alumnos, efectivamente, no se han visto desde las jugarretas escolares y la ocasión es la excusa perfecta para ponerse al día con los compañeros. Se abrazan, se buscan, se sacan fotos de curso, se gritan chuchadas y sobrenombres de una esquina a otra y se quedan parados, mientras el equipo de protocolo y el animador de precalentamiento, otro ignaciano de nombre Francisco Salazar –generación 1979, compañero– repite como un mantra cada cinco minutos “rogamos a las personas que están de pie que tomen asiento, rogamos a las personas que están de pie que tomen asiento, rogamos a las p...”. “¡Comienza la hueá!”, le grita un ignaciano vejete desde una de las mesas más cercanas al gigantesco escenario, con la paciencia colmada de escuchar al pobre locutor y ver que nadie lo pesca. Excepto, quizá, un estudiante mandado a disfrazarse de diablo rojo, la mascota escolar.
Recién cuando entra en escena Rafa Araneda, otro ignaciano animador, para un poco el leseo. Lo que viene a continuación es la nota sentimental. El “tío conductor” se manda un “speech” con el balance de la historia de los colegios en Chile y con una cuidada puesta en escena, los scouts ignacianos entran en fila india sujetando antorchas al son de música de tambores “in crescendo” que dan paso al himno del colegio. Como si fueran las ocho de la mañana de un añejo día lunes, los tres mil asistentes saltan de sus asientos y se ponen a cantar. Con el ruido y la pésima acústica no se entiende mucho lo que dice la letra, pero la armonía suena como uno de esos comerciales de yogur, onda “lo podemos lograr, lo podemos lograr”. Bien mamón, pero harto efectivo. Porque muchos de estos cabros –de los Araneda, los Barrueto, los Arellano, los Cruzat, los Zegers, los Dj Billy (sí, los Dj Billy), los Longueira, los Echeverría, los Braun, los Navarro, los Said– lo han logrado gracias, en parte, a la impronta ignaciana. Repito: para bien o para mal. En eso pienso cuando suena la música característica de la película “La misión”, que retrata un episodio de la expulsión de los jesuitas de América, decretada por Carlos III el 27 de marzo de 1767. Ironía jesuita.
La cena prosigue con las premiaciones. Pedro Pablo Díaz, fracasado candidato a diputado de RN, encabeza los homenajes del partido transversal ignaciano. Esta vez no lo llamó Piñera para pedirle que intentara pautear a Jorge Andrés Richards (otro ignaciano que nos recuerda que cuando chicos, muchos de los próceres de la Concertación y la derecha se limpiaban el potito juntos en el baño del San Ignacio), tal como se descubrió en esa noche telúrica del “Piñeragate” en el canal de Ricardo Claro. Otros escándalos nos avergüenzan hoy, y Pedro Pablo anda feliz prodigando las virtudes de San Ignacio, que quiso poner orden en la Iglesia después de la Reforma. Tal como Belisario lo intenta en el oficialismo con más pobreza franciscana que muñeca ignaciana.
Pedro Pablo le da el premio de ignaciano del año a Benito Baranda, que esta noche podría ser perfectamente Benito Parranda. Los otros jueces fueron José Said, el mecenas de la Universidad Alberto Hurtado –que el año pasado obtuvo similar galardón–, y Juan Emilio Cheyre.
Los ausentes –Paulsen se perdió el peluseo por conducir su trasnoche periodístico– mandan saludos. Gabriel Valdés, desde Roma, recibe un tibio aplauso; Longueira, desde Madrid, más bien una silbatina sintomática –no estruendosa pero decidora– de que la ultraderecha y los jesuitas son como el agua y el aceite.
Lo mejor de la noche: las promotoras, ampliamente celebradas por los tres mil ignacianos que parecían volver al recreo de su infancia en un colegio a la antigua usanza donde, al igual que en el club de Tobi, no se admiten mujeres pero se las desea fervorosamente.
Ya cerca de la medianoche, las servilletas de género prolongan el recreo y vuelan por los aires de mesa en mesa como inofensivos misiles cargados con la nostalgia de todos esos chicos ya grandes que recuerdan, con algo de razón, aquella época sin negocios, lucas, ni poder y política, en que todo era mejor.
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2 comentarios:
Querido Miguel, divertida tu columna... visita el blog de una de las generaciones que mas gritó y celebró a las exquisitas modelos... http://generacion1990.blogspot.com/
Solo un comentario, sin duda que habrá gente diversa SIEMPRE en un encuentro de Ignacianos, esa es parte de la gracia.
saludos y ojalá pases por nuestro blog.
chau
Muy interesante relato de un "gran evento", donde no todos los ignacianos están invitados. No yo al menos. Pero agradecido de mi paso por el Colegio, Hijo del smog y el cemento capitalino. El próximo año El SIAO se privatizará (es un hecho) y ya no tendrán la misma oportunidad, -esos ignacianos que no fueron invitados-, a recibir el peso de una educación de verdad.
CeOGeLe, eSeA...
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