(O una crónica rezagada de semana santa escrita por Gonzalo León)
E stoy en la Parroquia Santa Teresa de los Andes, en el sector de La Dehesa, a unas cuadras de la casa del ex dictador, esperando mi turno para que el sacerdote y columnista esporádico del diario “La Segunda” John O’Reilly se desocupe de la primera pecadora y me confiese de una buena vez. No soy católico. Lo fui alguna vez, en el colegio más precisamente. De hecho, el actual obispo de Valparaíso, monseñor Gonzalo Duarte de Cortázar fue quien me confirmó hace veintitrés años. Hace veintidós que no me confieso y creo que, en esta Semana Santa, en donde estoy solo y mal acompañado, puede ser la ocasión para contar mis “pecados” y escuchar qué tienen que decirme tres sacerdotes de distintas congregaciones.Pero volvamos a la parroquia.
Son casi las siete de la tarde y la iglesia de los Legionarios de Cristo está casi vacía. Miro hacia el frente, hacia el altar, y observo que no hay ningún Jesús colgando de una cruz, sino joviales pinturas de santos. Saco mi celular para ponerlo en silencio y me percato de que, aparte de mí, sólo hay tres personas más. El padre John, como aquí le dicen, está terminando la primera confesión en lo que podría ser una capilla dentro de la parroquia y que queda a la vista de todos. Es mi turno. Para evitar que el padre John me reconozca, estúpidamente me saco los lentes. Así es que al ingresar a la capilla no veo nada. Pero no sólo me preocupa mi ceguera, sino también mi mal aliento. Como almorcé comida árabe, estoy terminando de masticar una pastilla de menta. Espero que no se note. El padre John me saluda, yo lo imito, y él me dice: por qué me imita. Zanjado el entuerto, me pide que agradezcamos a Dios porque hoy se cumplen veinte años de la beatificación de Santa Teresa. Hago lo que él interpreta como un gesto de constricción. Me pregunta por qué vengo, y yo le cuento la historia de un aborto, pero que ése en realidad no es el problema, sino que después, cuando quisimos tener hijos, mi mujer tuvo una pérdida. Así es que ambos, en especial mi mujer católica, que en realidad no está casada conmigo pese a sus creencias, pensamos que es un castigo divino. El padre John me queda mirando, toma aire y, con naturalidad, dice:-Mire, el aborto es lo más normal del mundo. Al parecer, no estoy escuchando bien, así es que froto mi oído, saco algo de mugre y continúo escuchando:-Son cosas que pasan, pero lo importante es la señal que les está mandando Dios.Me pregunto qué puta señal podría ser ésa, pero en vez de decir eso, pregunto, pensando en la mentada frase de Julito Martínez, “justicia divina”.
-¿No será un castigo de Dios, un castigo divino?
-No. Dios no castiga de esa manera. Pero, dígame, ¿cuánto tiempo llevan viviendo juntos? Le digo que lo suficiente.
-Yo creo que Dios los está llamando a formalizar su relación. Quizá no ahora, pero más adelante.
-Bueno sí, pero mi mujer está desecha -alego.-Mire, las mujeres son así: emocionales, ¿me entiende? Pero usted tiene que ser capaz de conducir la relación hacia donde Dios quiere que vaya. El padre John O’Reilly me bendice y, para mi sorpresa, no me da ninguna penitencia.
En un dos por tres, me teletransporto a la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, ubicada en Avenida El Bosque. De hecho, ya estoy adentro, esperando en una fila de siete personas mi turno. He llegado a la úúúúltima misa de la noche y observo a muchas escolares arrodilladas a mis pies. Otras mujeres rezan en las bancas y exhiben algo que de ahora en adelante será una constante en esta y otra parroquia: el colaless. Pero lo que me tiene impresionado es el porcentaje de mujeres que están esperando confesarse no sólo en éste, sino en otros tres confesionarios. Por cada hombre hay cuatro mujeres, lo que me hace pensar que tal vez la culpa y el pecado son patrimonio de la mujer. Bueno, basta remitirse al Génesis para comprobarlo. El tiempo en esta iglesia transcurre rápido, así es que ahora es mi turno para confesarme con el padre Francisco Javier Errázuriz. Algunos de ustedes se preguntarán si se trata del cardenal, pero no, se trata de un alcance de nombre, ya que éste es Errázuriz Huneeus, quien es calvo y rosado.
-¿Hace cuánto no se confiesa? –me pregunta.
Respondo lo mismo que antes: veintidós años, pero esta vez agrego que mi mujer católica es la que me ha traído acá.
-¿Cómo es eso?
-Lo que pasa, padre, es que con mi mujer estamos teniendo problemas,… debido a que a ella no le gusta tener sexo,… cómo decirle,… anal.
-Bueno, es evidente de que usted no está en gracia con Dios. Pienso que este cura tiene tres ojos.
-Así es que para remediarlo y volver a los principios que rigen a la Iglesia, usted deberá contraer el sacramento del matrimonio. ¡Ah, mierda! Otro curita más que me quiere casar.
-Si no lo hace –advierte el padre Francisco-, usted seguirá estando fuera de la Iglesia.
De verdad, no sabía que estaba excomulgado. El padre Francisco Javier Errázuriz me comunica entonces que sólo me podrá dar una bendición, pero no una confesión, porque ése es un sacramento. Me viene a la mente aquel relato que aparece en “La historia del mundo en diez capítulos y medio”, de Julian Barnes, en donde se relata la excomunión de unas termitas por haber propiciado el accidente o atentado que después le acaecería a monseñor X. Todo esto, claro está, en plena época de la Inquisición.
Ayer llegué cansado a mi depto, pero dormí suficiente. Así es que ahora me siento bien y podré soportar una confesión más, esta vez en la Parroquia Vera Cruz, en Calle Lastarria, con un padre del Opus Dei, que tiene nombre de locutor: Pablo Aguilera. Son cerca de las dos de la tarde y cerca de diez personas esperan la confesión del padre con nombre de locutor. Afortunadamente yo soy el cuarto. Mientras aguardo, observo a las personas que me rodean y pienso que jamás habría imaginado que eran Opus. De hecho, ignoraba que esta parroquia fuera de la Obra. Se ve bonita, al parecer recién restaurada o muy bien mantenida. El tiempo pasa rápido en las parroquias, pienso, cuando ya es mi turno. Me arrodillo sobre una tabla cubierta de cuero. Es bien estrecho acá y pronto me sentiré ahogado, así es que por favor no se espanten. El padre Pablo me pregunta a qué he venido, y yo le cuento una historia de película: que después de mi separación he vivido episodios de alcoholismo y prostitución, que ayer llegaron a su clímax, cuando me sentí atraído por un travesti, sin contar con el aborto y la pérdida espontánea que mi mujer vivió hace un año.
-¿Y hace cuánto se separó? –retruca el padre Pablo, calmado.-Hace seis meses –respondo.
-¿Y estaban casados por la Iglesia?. Aquí, ustedes saben lo que viene.
-Bueno, ahí está el problema, ya que ustedes y ese hijo que esperaban estaban alejados de la Gracia de Dios. Otra vez señora Gracia. ¡Qué molesta!
-¿Entonces el aborto y la pérdida, un año después, pudo haber sido consecuencia de eso?
-En el aborto, siempre las mujeres tienen mayor responsabilidad, aunque claro su negligencia quedó de manifiesto. Pero dígame, ¿existe alguna posibilidad de que ustedes vuelvan a estar juntos? El padre respira hondo. Yo, como predije, me siento ahogado.
-¿Pero, padre, qué hago con esos sentimientos lujuriosos?
-Mire, en esta Semana Santa usted tiene la oportunidad de volver a la Iglesia.
-¿Y cómo lo hago? –pregunto con inquietud.-Primero, oración diaria y lectura de los pasajes de la Biblia que relatan la pasión de Cristo. Pero antes cinco padrenuestros y cinco avemarías. Al salir del confesionario me percato de la mirada del resto. Más tarde, el fotógrafo que me acompaña, que no es Hoppe, me dirá que, mientras estaba adentro, todos se preguntaban qué clase de pecados confesaba. Sin embargo, todo esto queda fuera de mis pensamientos, cuando me arrodillo y exclamo, casi en el acto, un “uy”. No recordaba esto, pero al parecer rezar duele. Cuando voy en el segundo padrenuestro, descubro el motivo del dolor: entre la tabla y la cubierta de cuero hay diminutos clavos que están torturando mis rodillas. El dolor me hace recordar que no soy católico, así es que me paro y me boing, como el pelota que soy por las calles de Santiago Centro, hasta mi depto, en donde intentaré olvidarme de esto.
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