viernes, 2 de noviembre de 2007

Leer en tiempos del Ipod

Por Néstor García Canclini (Revista "Ñ")

Los hábitos culturales de los jóvenes han vuelto impertinentes preguntas que recorrieron el siglo XX y aún in­tranquilizan a especialistas en políticas culturales.

Por ejem­plo: ¿Van a desaparecer los li­bros en los próximos años? ¿Cómo lograr que los jóvenes lean más? ¿Dedicar más tiempo a ver televisión que a leer con­tribuye a la despolitización?
En vez de ocupamos de estas preguntas, propongo otras para replantear los desentendimien­tos entre educación y jóvenes: ¿Cómo podemos, quienes fuimos formados con libros, ti­zas y los Beatles, reeducamos para compartir el mundo con la generación del mouse, el iPod y el hip-hop?
En los siglos XIX y XX, cuan­do se generalizó el acceso a la educación y se masificó la pro­ducción y circulación de libros, se relacionaba a los libros con la enseñanza y se los veía como instrumentos clave para trans­ mitir información. Sabemos que no fue así durante la mayor parte de la historia de la humanidad, cuando la educación era principalmente oral. Tampoco lo es ahora, cuando el libro pasó a ocupar un lugar distinto entre muchos medios audiovisuales y electrónicos.

Las cifras de lectura de libros, revistas y diarios en papel son bajas en la mayoría de los países, pero no siempre des­cienden. Un estudio de la Asociación Mundial de Periódicos indica que la circulación de dia­rios decreció en 2006 en Esta­dos Unidos y en algunos países europeos, pero aumentó en muchos más un promedio de 2,3%, que asciende a 4,6% si se agregan los gratuitos. Cinco años antes, había 488 millones de lectores de periódicos en el mundo, y ahora se estiman 1.400 millones.

Los estudios reunidos en el Sistema Nadonal de Consumos Culturales, publicado en 2006, sobre la situación argentina, in­dican que 55,2% de la población afirma haber leído libros en el año anterior (19% más que en 2004) y que el promedio de libros leídos cada año subió a 4,5%. Dice leer diarios 55,9% y revistas 29,2%. Son significativos, asimismo, los porcentajes de cómics e historietas, la lectura y escritura en Internet y el envío y recepción de mensajes de texto a través del celular. Internet tenía, en 2005 40,9% de usuarios; casi 28% dice haber consultado textos de lectura por ese medio y el porrcentaje aumenta entre menores de 35 años y en los niveles soocioeconómicos alto y medio. Inncluso quienes no tienen recursos para comprar una computadora consultan Internet fuera de sus casas, especialmente en ciber cafés y locutorios.

En Colombia encontramos tenndencias parecidas. Hay menos lectores de libros (36,9%) y de diarios (31,5%) y más de revistas (32,4%). Los colombianos leían más libros en 2000, cuando deeclaraban seis al año, que en 2005, cuando el promedio bajó a 4,5% libros al año. La única lectura que crece, anota Germán Rey, es la que se hace en Internet. Quienes más leen en este medio son los jóvenes entre 12 y 17 años con un tiempo de 2,53 horas por día, casi igual al consumo televisivo. La lectura en Internet, concluye Germán Rey, "en vez de estar desplazando a la lectura tradicioonal, se está complementando con ella. En otras palabras: los que leen más libros son también los que leen más en otras modalidades, como Internet".

¿Para qué usan la computadora e Internet? Hacer tareas, estudiar, informarse y enviar o reci­ bir mensajes están entre las acti­ vidades principales. Todas ellas son formas de lectura y de escritura. Distraerse, oír música y ju­ gar ocupan tiempos significati­ vos, pero no son las prácticas más absorbentes.

Las pantallas de nuestro siglo también traen textos, y no pode­ mos pensar su hegemonía como el triunfo de las imágenes sobre la lectura. Pero es cierto que cambió el modo de leer. Los edi­tores se vuelven más reticentes ante los libros eruditos de gran tamaño; las ciencias sociales y los ensayos ceden sus estantes en las librerías a best-sellers narrativo s o de autoayuda, a discos y videos. En las universidades masificadas, los profesores con treinta años de experiencia comprueban que ca­ da vez se leen menos libros y más fotocopias de capítulos aisla­dos, textos breves obtenidos a través de Internet que aprietan la información.

Se lee de otras maneras, por ejemplo escribiendo y modifican­ do. Antes, con el libro impreso, era posible anotar en los márge­ nes o huecos de la página, dice Roger Chartier, "una escritura que se insinuaba pero que no podía modificar el enunciado del texto ni borrarlo"; ahora, el lector puede intervenir el texto electrónico, "cortar, desplazar, cambiar el orden, introducir su propia escritura".

Quienes leen sin separar lo que en ellos es también espectador e intemauta, leen -y escriben- de un modo desviado, incorrecto pa­ ra los adictos a la ciudad letrada. ¿Acaso cuando no existían televisores ni computadoras había una manera de ser lector normal? No se lee de igual forma a Cervantes, a Kafka, a Borges, a Chandler, a Tolstoi, a Joyce, ni cada uno de ellos, que pusieron a tantos per­ sonajes a leer, los imaginaron idénticos, muestra Ricardo Piglia en su libro El último lector.

¿Qué crítico contemporáneo -inclu­yendo a los defensores de algún canon- pretendería que existe una sola forma de leer a estos autores? Piglia recuerda una fra­se de Beckett a propósito de quie­ nes criticaban los textos finales de Joyce: "No pueden quejarse de que no esté escrito
en inglés. Ni siquiera está escrito. Ni siquiera es para ser leído. Es para mirar y escuchar".

¿Qué queda de la expe­riencia de la lectura?

La visión de un porvenir dominado por las imágenes mediáticas, como pronosticaron Marshall McLuhan y otros, no se ha cumplido. Decía Juan Villoro que si McLuhan resucitara en un cibercafé, creería encon­trarse en una Edad Media llena de frailes que descifran manus­critos en las pantallas. Sin embargo, ¿no hay algo que se pierde irreparablemente cuando se desconoce la información razo­nada de los periódicos y se prefieren los clips rápidos de los noticieros televisivos, cuando los libros son reemplazados por la consulta fragmentaria en Internet? ¿No ofrecen los libros una experiencia más densa de la historia de la complejidad del mundo o de los relatos ficcionales que la espectacularidad audiovisual o la abundancia fu­gaz de la informática?

¿Qué queda en las interconexiones digitales, en la escritura atrope­llada de los chateos, de lo que la lengua solamente puede expresar en la lenta elaboración de los libros y la apropiación paciente de sus lectores?

Sin duda, hay que preservar lo que los libros representan co­mo soportes y vías de elaboración de la densidad simbólica, la argumentación y la cultura democrática. Pero no veo por qué idealizar, en abstracto, generalizadamente, a todos si al preguntar a los lectores sobre su libro favorito, en las encuestas citadas, 30% o 40% no sabe cuál es y entre los mencionados sobresalen obras de autoayuda, esotéricas y El código da Vinci.

En vez de seguir oponiendo los libros y la televisión, convendría ensayar formas diversificadas de fomentar la lectura en sus múltiples oportunidades, en las páginas encuadernadas y en las pantallas. Esto requiere mucho más que exhortaciones ilustradas a leer: reconvertir las bibliotecas en centros culturales lúdicos, literarios y audiovisuales donde los estantes convivan con talleres atractivos, computadoras y accesos a Internet.

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