La columna que reproduzco más abajo, apareció el domingo en El Mercurio con el título "Cosa de cardenales". Es relevante porque dice más de Carlos Peña, abogado y rector de la Universidad Diego Portales, que cualquier artículo sobre su persona. Peña, un liberal de pasado izquierdista que bebe de la dialéctica marxista y se pasea por los clásicos de la filosofía mezclándolos con altas dosis de sentido común y humor corrosivo en sus columnas, suele estar al filo de la provocación de la convención o, derechamente, del abismo mercurial. Por eso, las reacciones a su último texto en que intenta hacerle justicia al cardenal Silva Henríquez, evidenciando de paso la patética operación de lavado de imagen de Angelo Sodano, nuncio apostólico del Vaticano en Chile durante la dictadura, que la semana pasada visitó el país, nose han hecho esperar. Basta ver la sección "Cartas" de El Mercurio, leer las misivas publicadas ayer y hoy y los nombres de sus firmantes, para darse cuenta que esta vez la cosa va en serio. Partiendo por el mismísimo cardenal Francisco Javier Errázuriz y los líderes de los clanes más ricos e influyentes del país: Roberto Angelini, Guillermo Luksic, Eliodoro y Patricia Matte Larraín; y otros no menos relevantes como Ricardo Claro, José María Eyzaguirre, José Tomás Guzmán, Arturo Mackenna, Enrique Barros Bourie y Jorge Matetic.
De cualquier forma, son pocos los que tienen los cojones para escribir columnas como las de Peña, confirmando, a despecho de la corte, que el emperador está desnudo. Menos, los que se atreven a publicarlas. Sobre todo si chocan con las creencias más profundas de los posibles censores: el dueño del medio Agustín Edwards y su director Cristián Zegers. No es poco, eh. No es poco.
Cosas de cardenales
Carecía de las maneras suaves y algo melifluas de los que vinieron después. Y es que en vez de encantador de serpientes, él quería ser un pastor. Por eso era convencionalmente viril y su voz tronaba como la de un profeta. Era robusto, de cara cuadrada y tenía las orejas mansas, como un campesino andaluz. Las cejas gruesas le daban un aspecto severo que desaparecía apenas conversaba con los más pobres y los más humildes.
Raúl Silva Henríquez tenía una fe profundamente intramundana. Pero no en el sentido del Opus.
Él no se conformaba con vivir mediante la ascética del trabajo bien hecho. No. Silva Henríquez estaba incómodo en este mundo y quería cambiarlo, porque, pensaba él, la tarea de los creyentes era acortar la distancia con ese futuro en cuyo acaecimiento creía a pie juntillas. Si la fe le enseñaba que el verdadero reino no era de este mundo, ¿cómo, entonces, podría vivir a sus anchas en él o conformarse sin más con lo que en él ocurría?
Por eso tuvo esa verdadera compulsión por cambiar las cosas. Sin miedo al escándalo.
Con Manuel Larraín decidió entregar las tierras de la Iglesia a las familias de campesinos que trabajaban en ellas. Algún miembro del Cabildo Metropolitano llegó a amenazarlo con la excomunión, y otro -no sería la primera vez- lo acusó de comunista. Pero no se detuvo. Dio así un impulso irresistible a favor de la reforma agraria.
En el Concilio -donde intervino varias veces a nombre de los obispos de Latinoamérica- fue de la opinión que sólo una Iglesia que fuera firme en su identidad, pero a la vez abierta al mundo y en diálogo con él, podría evangelizar a la sociedad moderna. Esa misma opinión fue la que lo llevó a apoyar la reforma de la Universidad Católica:
"A fines del 67 -diría años después- se abrió uno de los mejores períodos que ha tenido la Universidad".
El papel que tuvo en la reforma -como casi todos los otros que le tocaron en suerte- le acarreó problemas con la derecha y los grupos más conservadores. Los mismos que poco más tarde aplaudirían el golpe, cohonestarían la estadía de los militares en la Universidad y la administrarían con ellos codo a codo ¡le reprocharon a él, sí a él, actuar como "interventor" en el conflicto!
Fue ya en ese entonces cuando aparece en su vida Angelo Sodano, el mismo que esta semana omitió cualquier referencia al papel público del cardenal Silva y prefirió no asistir a la ceremonia que se realizó en su recuerdo.
Para la época de la reforma, Sodano fue el encargado de negocios de la Nunciatura en Chile. En ese carácter fue quien transmitió a Silva Henríquez la decisión del Vaticano de aceptar la renuncia de Silva Santiago y de nombrar como rector interino a Fernando Castillo Velasco.
Él y Silva Henríquez no pudieron ser más distintos.
Sodano ya entonces era un funcionario de la Curia, un tipo que hacía carrera en el Vaticano, timbraba papeles, transmitía órdenes, se estiraba la sotana, se peinaba con cuidado de galán e influía en los pasillos del poder. Silva Henríquez, en cambio, a pesar de su sentido del poder, se reveló como un pastor que, acicateado por la fe, quería cambiar el mundo. Alguien a quien la praxis -iluminada por su fe- le importaba.
Por eso no fue raro que años más tarde -el año 1977 para ser más precisos- se encontraran en posiciones opuestas. Silva Henríquez como el Cardenal que había recogido despojos, protegido indefensos y formado, a pesar de las iras del General, la Vicaría de la Solidaridad, y Sodano como Nuncio Apostólico, un funcionario diplomático de aire respingado y sentido del poder, cuya suave tolerancia de la dictadura se hizo entonces famosa.
Ambos representan algunas de las contradicciones -los misterios, dirá un creyente- de la Iglesia.
Silva Henríquez, inflamado por la fe y orientado, cuando fue imprescindible, por una estricta ética de la convicción. Sodano, en cambio, el epítome del cálculo y del sentido de estado, capaz de comulgar, si fuera necesario para el poder de la Iglesia, con ruedas de carreta o con algo peor.
Entre ambos esa otra Iglesia, algo desorientada, que hemos conocido en los últimos años.
Después de la preocupación por la praxis que tuvo Silva Henríquez y luego de esa refinada concupiscencia del poder que mostró Sodano, la Iglesia ha trastabillado de allá para acá en el espacio público. Por momentos parece pensar que su papel es la defensa de valores abstractos y jurídicos, sobre todo de orden sexual. En otros -especialmente si se mira a algunas de sus advocaciones o prelaturas- da la impresión de creer que su tarea es la de proveer consuelo a los excesos del consumo. En fin, a veces, como ha ocurrido con el sueldo ético, uno piensa que el fervor por la justicia está en ella de vuelta. Pero uno mira la actitud de Sodano y no, parece que no es eso.
Alguien dirá que en esos vaivenes y en esas ambigüedades se muestra la santidad, y la vocación por mantenerse eterna, de la Iglesia. O la razón de su vejez. O todo eso junto. Vaya uno a saber. En fin. Cosa de cardenales.
Actualización:
"Los humildes fieles de Sodano" Por María Angélica Bulnes.
Más cartas:
Respuesta de Peña a los dueños del PIB
Pedro Pablo Rosso, rector de la UC
+ CRISTIÁN CONTRERAS VILLARROEL Obispo Auxiliar de Santiago
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